miércoles, 28 de octubre de 2009

moral comunicativa

El principio puente. Ahora que hemos accedido al campo de lo moral gracias a una tematización de los sentimientos morales, preguntamos cómo a partir de ellos podemos llegar a criterios, a principios que nos permitan juzgar los casos particulares desde «el punto de vista moral». La moral se ocupa de sentimientos, de vivencias y experiencias, pero se expresa en juicios. Por ello la moral no se queda en el nivel puramente subjetivo de los sentimientos, no es sólo asunto privado. Los sentimientos morales que hemos descrito más arriba son ciertamente personales, pero se caracterizan porque pueden ser generalizables. Aquello que me produce resentimiento es algo que yo considero podría resentir a otras personas si estuvieran en mis circunstancias. La indignación que nos causa un secuestro es algo que pensamos debería ser compartido por todos los ciudadanos. La culpa que experimentamos cuando hemos ofendido a alguien es un sentimiento que quisiéramos tuviera quien nos ofende u ofende a otros. Si los sentimientos morales son personales y se dan en relaciones interpersonales, también son «transpersonales».

Como lo ha indicado J. Habermas (1985), se busca a partir de aquí un principio puente que nos permita pasar de sentimientos morales, de todas formas comunes a muchos en situaciones semejantes, a principios morales;
en términos kantianos, de máximas a leyes universales. Para pasar de los sentimientos y experiencias morales a principios, nos valemos, como en el conocimiento científico, de un principio metodológico. Allí se habla del principio de inducción, el cual permite pasar de casos particulares (dados en la experiencia) a leyes generales. En la moral también buscamos un principio que nos sirva de puente entre los sentimientos de la experiencia y los principios de la moral: se trata de una especie de «transformador» que nos permita pasar de experiencias a juicios.
Lo que propone Kant es que orientemos nuestras acciones por aquellas máximas, puntos de vista, que para nosotros puedan llegar a ser de tal validez que estemos dispuestos a querer libremente que cualquier otro en su obrar se guíe por las mismas máximas, es decir, que éstas puedan llegar a transformarse en leyes universales. Por ejemplo: si la máxima de mis acciones es respetar la vida del otro, es posible que yo esté dispuesto a aceptar libremente que dicha máxima pueda ser la de cualquier otro. Lo mismo puede valer para «no lesionar a nadie», «no instrumentalizar a nadie», etc.
El principio puente de la moral moderna es la libertad humana. Por eso podemos reconocer que, enfrentados a las obligaciones morales, sólo podemos ser responsables de nuestras acciones si de alguna manera somos libres de obrar de una u otra manera. De la misma forma, sólo si reconocemos que somos libres podemos descubrir que la moralidad tiene sentido para el hombre.
Sin embargo, el imperativo categórico es tan absoluto, tan general, que muchas veces pareciera que su aplicación no sólo es difícil, sino imposible. De esta forma la moral se ha ido debilitando, sobre todo porque no siempre parece ser viable el descubrir con base en la reflexión personal aquellos principios que podemos querer libre, autónomamente, que sean leyes universales. Es posible que confundamos nuestros intereses egoístas y personales con lo que decimos que queremos que sea ley universal; no siempre es posible conocernos a nosotros mismos para poder enunciar objetivamente aquellos principios que pensamos deberían obligar a todos. De esta forma, las críticas que se han hecho a la moral kantiana obligan hoy a buscar otros principios mediadores, otras estrategias metodológicas, que cumplan la función de puente o de transformador entre las experiencias personales y los principios morales universalizables.
En la propuesta de una ética comunicativa, el transformador es un principio dialogal que puede ser replanteado, a partir de la formulación de Kant, de la siguiente manera: «En tugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que sea ley general, tengo que presentarles a todos los demás mi máxima con el objeto de que comprueben discursivamente su pretensión de universalidad. El peso se traslada de aquello que cada uno puede querer sin contradicción como ley general, a lo que todos de común acuerdo quieren reconocer como norma universal» (Sobrevilla 1987,104-105).
Quiere decir que et puente es el de la comunicación, y en ella radica toda fundamentación posible de la moral y de la ética. El mismo Habermas propone como fundamento discursivo común tanto de la moral, por un lado, como de la ética, la política y el derecho, por otro, el siguiente principio: «Sólo son válidas aquellas normas de acción con las que pudieran estar de acuerdo como participantes en discursos racionales todos aquellos que de alguna forma pudieran ser afectados por dichas normas» (Habermas 1992, 138).
Pero entonces es importante analizar las estructuras de la comunicación humana, que son tan complejas que en su explicitación podemos reconocer fácilmente otros modelos de argumentación moral, otras formas de puentes o de transformadores que nos permiten llegar de la experiencia a principios morales.
Momento inicial de todo proceso comunicativo es el que podríamos llamar nivel hermenéutico de la comunicación, en el cual se da la comprensión de sentido de las expresiones lingüísticas, de las situaciones conflictivas, de las propuestas de cooperación social, etc. Este momento comprensivo es un desarrollo de la fenomenología del mundo, de la vida, y es conditio síne qua non del proceso subsiguiente. Se trata de un reconocimiento del otro, del derecho a la diferencia, de la perspectiva de las opiniones personales y de cada punto de vista. Es un momento de apertura de la comunicación a otras culturas, formas de vida y puntos de vista, para apropiarse del contexto propio en el cual cobra sentido cada perspectiva y cada opinión. No olvidemos que toda moral tiene que comenzar por la comprensión del otro. Naturalmente que reconocer al otro no nos obliga a estar de acuerdo con él. Quienes así lo temen prefieren, de entrada, ignorar al otro, ahorrarse el esfuerzo de comprender su punto de vista, porque se sienten tan inseguros del propio que más bien evitan la confrontación.
Chañes Taylor ha insistido en hacer fuertes las funciones hermenéuticas del lenguaje: primero, su función expresiva para formular eventos y para referirnos a cosas, para destacar sentidos de manera compleja y densa, at hacernos conscientes de algo; segundo, el lenguaje sirve para exponer algo entre interlocutores en actitud comunicativa; tercero mediante el lenguaje determinados asuntos, nuestras inquietudes más importantes, las más relevantes desde el punto de vista humano, pueden ser tematizadas y articuladas para que nos impacten a nosotros mismos y a quienes participan en nuestro diálogo (Thiebaut en Taylor 1994, 22).
Este momento hermenéutico del proceso comunicativo puede ser pasado a la ligera por quienes pretenden poner toda la fuerza de lo moral en el consenso o en el contrato, pero precisamente por ello es necesario fortalecerlo para que el momento consensúa! no desdibuje el poder de las diferencias y de la heterogeneidad propio de los fenómenos morales y origen de los disensos, tan importantes en moral como los acuerdos mismos.
En este lugar hermenéutico de la comunicación se basa el contextualismo, y en su misma línea las morales comunitaristas (M. Sandel, A. Madntyre, M. Walzer, Ch. Taylor) proponen como principio mediador la comunidad a la que pertenecemos con sus tradiciones, valores, virtudes y cultura en general. El acierto del comunitarismo está en descubrir que la dimensión ética sólo se abre a las personas en el contexto de un grupo social (la familia, por ejemplo), de una habla sólo de tolerancia sino de pluralismo razonable, en el cual se ve un bien para la comunidad. «La tolerancia -escribió Goethe- debería propiamente ser sólo una actitud de transición: debe llevar al reconocimiento. Tolerar significa ofender». (Goethe, Máximas y reflexiones, N. 151).
Como propuesta liberal, en el sentido pleno de la palabra, la del neocontractualismo pretende hacer realidad las promesas de la modernidad y de la ilustración. El reto que se le presenta es conservar la continuidad y transitividad entre el primer y el segundo principio de la justicia o, como se formula hoy, conservar la vinculación entre los derechos primarios en torno a la libertad y los así llamados derechos humanos de «segunda generación»: los derechos sociales, económicos y culturales.
Es cierto que la estructura subyacente al contrato social puede ser la de la comunicación. Pero la figura misma del contrato y su tradición parecen poder inspirar mejor los desarrollos del sentido ético de la política y de una concepción política de justicia y de sociedad civil. Sólo que en el momento en que tanto la comunicación al servicio del consenso como el contrato social mismo tiendan a abolutizarse, se corre el peligro de que en aras del consenso o de las mayorías se niegue la posibilidad del disenso y los derechos de la minorías.
La consolidación del contrato social en torno a unos mínimos políticos puede constituirse en paradigma de orden y paz, cuando de hecho los motivos del desorden social y de la violencia pueden estar en la no realización concreta de los derechos fundamentales. Las necesidades materiales, las desigualdades sociales, la pobreza absoluta, la exclusión cultural y política de poblaciones enteras y de grupos sociales, debe ser agenda prioritaria para quienes aspiran a que el contrato social, la concepción política de justicia y sus principios fundamentales, sean bases de la convivencia ciudadana. Mientras no se logre efectivamente esto, hay lugar para las diversas formas de manifestación del disenso legítimo.3. La verdad del comunitarismo consiste en la necesidad de fortalecer el así llamado nivel hermenéutico de la comunicación: la comprensión, el reconocimiento de otras culturas, los derechos del otro, el derecho a la diferencia. La verdad del liberalismo político consiste en la propuesta de una sociedad bien ordenada, a partir del pluralismo razonable, con base en los principios de la justicia como equidad. «La ética comunicativa» (J. Habermas, K.O. Apel, A. Cortina) permite superar el relativismo propio de la absolutización de la hermenéutica, al hacer del diálogo, nutrido en el mundo de la vida, el puente entre nuestras experiencias personales y los principios morales. De esta forma, al desarrollar la competencia argumentativa del lenguaje, sin negar su poder interpretativo y comprensivo, la racionalidad comunicativa reconstruye genéticamente el «Overlapping Consensus», el consenso entrecruzado del contractualismo, liberándolo a la vez de las ficciones de la posición originaria y del velo de ignorancia.

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